
Paráfrasis del mirón.
Es muy considerable la cantidad de obras de Degas, óleos, pasteles, dibujos y
algunas esculturas, que nos ofrecen escenas protagonizadas por jovencitas
bailarinas de ballet. El artista las retrata sobre las tablas del teatro en
plena representación o en las escuelas de danza; dibujando poses con musicales
nombres en francés, realizando estiramientos, ensayando imposibles torsiones
sobre la barra bajo la atenta mirada del maestro o descansando después de los
agotadores ejercicios.
Degas aprovecha el elenco de cuerpos rebosantes de juventud y elasticidad de
las bailarinas, solas o en grupos, para experimentar con múltiples variantes de
efectos cromáticos y lumínicos ya sea la fuente de procedencia natural (a
través de los grandes ventanales de las escuelas) o artificial (la iluminación
interior del teatro), y situando preferentemente las escenas entre tensos hilos
de violentadas perspectivas.
Pero al margen de sus motivaciones estrictamente pictóricas, sabemos que el
viejo Edgar era un gran observador, un voyeur, un impenitente mirón. Para el
caso son muy ilustrativos su serie de monotipos (adquiridos por Picasso en
1958) realizados sobre apuntes del natural que fueron trazados en los burdeles
parisinos (al igual que hizo Toulouse Lautrec) y que posteriormente “parafraseándolos”
en parte, el propio Picasso grabó su conocida serie de aguafuertes “Suite 156”, incluyendo discretamente
en algunas estampas al personaje “Degas” situado alternativamente en cualquiera
de los extremos de la plancha, y ejerciendo, cómo no, de mirón.
Ocurre además, y a eso íbamos, que en estas obras de Degas, junto a las
apetitosas bailarinas, aparecen algunos caballeros empurados y bigotudos ,
comiéndose literalmente con sus miradas procaces y hambrientas a esos gráciles
y codiciados cuerpos juveniles, ágiles, sudorosos, tersos, expuestos en
provocativas poses y delicado abandono. Y, ¡bendito sea dios!, escasamente
cubiertos de vestido, desvelando a la mirada unas muy apetecibles zonas de la
anatomía femenina, imposibles de observar, en aquel entonces, en cualquier otro
ámbito social no descaradamente prostibulario.

Se podría presumir, que aquello que llevaba
a estos señores burgueses, manifiestamente sobrealimentados y dotados de ese
porte inconfundible de cateto potentado, y que se refocilan mirando a las
“ninfas danzantes” en sus evoluciones sobre el parquet, es su amor por la
danza. En algún improbable caso se podría conceder. En general, parece que no.
Figura documentado en la época, finales del XIX, que la cantera de bailarinas,
mira tú que curioso, procedía en su aplastante mayoría de las clases más bajas,
de la plebe, de la chusma. Y esto era así porque “el entorno del mundo del
ballet” ofrecía a estas desdichadas adolescentes una posible vía de escape, una
alternativa de salida del pozo de la miseria, el hambre y la enfermedad y una
opción de esquivar la más que previsible carrera de criada y fregona o puta. Y
no solo y tanto por las cualidades o vocación para la danza que pudieran
atesorar las numerosas candidatas, sino más bien por el eficaz escaparate que
suponían las tales escuelas, que eran diariamente visitadas por numerosos
mirones, la mayoría de ellos pudientes vejestorios solitarios que se daban el
festín escrutando ávidamente entre maillots y tutús, a las probables y asequibles
amiguitas, amantes ocasionales e incluso esposas jóvenes y sumisas que les
calentarían la sopa y la cama en el último tramo de su vida, a cambio de
izarlas, dentro de un orden, fuera del arroyo.

De tal manera, así,
como el que no quiere la cosa, las escuelas de ballet resultaban ser, además,
estupendos “cotos” donde pasar el rato “calentitos” recreando la vista y del
tirón, si se terciaba, practicar el muy noble arte de la caza o la pesca bajo
techo. Por esa vía y de un sólo golpe, en el mejor de los casos, se podían
satisfacer los intereses y la perspectiva de una agradable vejez para el
burgués pudiente y la posibilidad de hacer realidad el sueño de una
subsistencia “decorosa” de alguna zagala plebeya. El amor “desinteresado, puro
y verdadero” quedaba para las “madames”; más o menos como ahora. No me cabe
duda de que ustedes, perspicaces lectores, han adivinado que fue precisamente
con estos ingredientes rezumantes de cualidades melodramáticas como se pusieron
en pie ficciones folletinescas, a la manera de Eugéne Sue en Los misterios de
París, con su poquito o su muchito de kitsh, principiando el despegue de la
“literatura popular” y sentando las bases de los culebrones de hoy. Menudo
“consuelo” para las clases humildes, y ¡oye! que el placebo lleva siglo y media
haciendo caja.
Sí, sí, ya sé que “parecido no es lo mismo”, pues por eso, Faemino, por eso.
ELOTRO
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